MONS. GONZALO LOPEZ M.

MONS. GONZALO LOPEZ M.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Divorciados, comulgad en paz


José Arregui
Teólogo

RC.- Cuando hace dos días se encontraron 50 cadáveres de migrantes en la bodega de una barcaza cerca de Sicilia, cuando ayer se hallaron 71 cadáveres descomponiéndose en un camión cerrado y abandonado en una autopista de Austria (¡Horror, Europa! ¿Vas a perder del todo tu alma y tu nombre?), cuando acabo de escuchar que cientos de africanos han naufragado y perecido ante la costa de Libia…, me da vergüenza escribir sobre la comunión de los divorciados vueltos a casar.

Me pesa y avergüenza, y pido perdón por hacerlo, pero lo haré. También la comunión de los divorciados es una historia de dolor, aunque sea menor.

Dentro de un mes se reunirán en el Vaticano centenares de obispos (¿ellos no se avergonzarán?) para decidir, entre otras cosas, si las divorciadas y divorciados vueltos a casar podrán recibir la comunión en la eucaristía. Decidirán que sí, pero imponiendo unas condiciones que no me parecen dignas del Espíritu de la Vida o del Evangelio. Lo harán con la mejor voluntad, y se lo agradecemos, pero podrían ahorrarse el esfuerzo y sobre todo el dinero, pues es una cuestión ya resuelta, con paz o sin ella, por la inmensa mayoría de cristianas y cristianos afectados por esa situación. Muy poquitos de ellos van a misa, y casi todos los que van comulgan. Hacen bien, pero no todos lo hacen en paz. ¡Ojalá todos ellos comulgaran en paz!

Recientemente, una veintena de teólogos progresistas del estado español –cinco vascos entre ellos– han promovido una campaña internacional en apoyo de esas medidas de generosidad defendidas por el papa y combatidas por muchos obispos. Yo he firmado el texto y lo he difundido, pero no comparto sus argumentos. He aquí por qué.

Abogan para que el papa permita comulgar a las personas divorciadas vueltas a casar, y para ello recuerdan que “Jesús comía con pecadores”. Es decir, consideran a tales personas como pecadoras y culpables. Pobres ovejas descarriadas del rebaño. Los teólogos piden para ellas una “disciplina de misericordia” con unas condiciones, las mismas que previsiblemente impondrá el Sínodo: “arrepentimiento, reconocimiento de culpa y propósito de enmienda” (sic). Proponen, pues, una “disciplina a la que no todos podrán acogerse” (sic). Amigos teólogos progresistas, ¿pensáis de verdad que esas personas son culpables por el mero hecho de haberse divorciado y vuelto a casar? ¿Y de esa manera tan canónica, tan condicionada y humillante, es como entendéis la misericordia de Jesús? Me cuesta comprenderlo. Me daría mucha pena.

El texto dirigido al papa observa, además, que en su propuesta “no se cuestiona en absoluto la indisolubilidad del matrimonio”. De nuevo me siento perplejo. ¿No admitís, pues, que, por tantas razones complejas, siempre dolorosas, el amor humano a menudo se malogra o se rompe? ¿O seguís aferrados a ese artificio canónico de que, aun cuando el amor se disuelva, el matrimonio permanece indisoluble, a no ser que haya sido declarado por el tribunal eclesiástico como “nulo” o inexistente en su origen? ¿Seguís pensando que es una firma canónica la que hace el sacramento y que éste, una vez válidamente contraído, persiste aunque el amor falte? Argucias y enredos. Estoy seguro de que no es ésa vuestra manera de pensar, pero entonces, por favor, cambiad los argumentos.

Por su parte, José María Castillo, que no figura entre los veinte teólogos firmantes del texto, publicaba hace unos días un enjundioso artículo en que demuestra con datos fehacientes que Jesús no enseñó la indisolubilidad como tal, que ésta no se reconoció en la Iglesia durante más de mil años y que nunca ha sido declarada como dogma. Así es, y es bueno saberlo. Los obispos cometen muchos abusos cuando nos hablan en nombre de Dios y de la fe de la Iglesia ignorando los datos de la exégesis y de la historia. Cuando Jesús dijo: “lo que Dios ha unido no lo separe el hombre”, no quería enseñar propiamente la indisolubilidad, sino que más bien quería defender a las esposas de los abusos de sus maridos, pues solamente a ellos se les reconocía el derecho al divorcio, y lo podían ejercer por cualquier fruslería (bastaba, por ejemplo, que a la esposa se le hubiera quemado una vez la comida).

Es sabido, por lo demás –aunque Castillo no lo dice– que, fuera la que fuere la enseñanza de Jesús, el Evangelio de Mateo reconoce al menos una excepción en la prohibición del divorcio, pues lo permite “en caso de porneia” (Mt 5,32): palabra griega que nadie sabe muy bien qué significa y que hoy se suele traducir como “unión ilegítima. En caso de “unión ilegítima”, según el Jesús de Mateo, sería legítimo divorciarse y volverse a casar. Pues bien, ¿acaso no sería “ilegítima” cualquier unión matrimonial en la que ya no existe una mínima dignidad y calidad de relación entre los esposos?). También es sabido que San Pablo reconoce otra excepción en el caso de matrimonios mixtos entre un cónyuge creyente y otro increyente: si la parte increyente quiere divorciarse, la parte creyente queda libre para volverse a casar, “pues Dios os ha llamado a vivir en paz” (1 Co 7,15). (Y recordemos que el papa Benedicto XVI, siguiendo la lógica de Pablo, preguntó si la falta de fe de los esposos no sería razón suficiente para plantear la “nulidad” del matrimonio…). Y pregunto yo: si la falta de “fe” es motivo suficiente, ¿no debería serlo con mayor razón la falta de amor?

Pero volvamos al artículo de José María Castillo. Admiro su agudeza y la amplitud de su cultura teológica, la libertad y la extensión de sus publicaciones teológicas, pero también su argumento se me queda corto en la cuestión que nos ocupa. Se limita a probar que ni Jesús enseñó la indisolubilidad ni la Iglesia la convirtió en dogma. ¿Sugiere que, si Jesús la hubiera enseñado expresamente y si la Iglesia la hubiese declarado claramente como dogma, entonces sí sería un asunto zanjado e intocable para siempre? ¿Acaso Jesús, como todo buen profeta, no apuntaba en todo más allá de lo que pensaba y decía, más allá por lo tanto de lo que él mismo “creía” y “enseñaba”? ¿Y acaso el Espíritu de la vida está atado para siempre a unos dogmas que, en su formulación y significado concreto, están ligados al lenguaje y a las circunstancias de cada tiempo, y que siempre son fruto de una cultura y de una historia en constante evolución?

Mientras la teología y la Iglesia no revisen a fondo sus esquemas tradicionales, mientras no asuman de lleno la lógica del Espíritu que renueva sin cesar todas las cosas más allá de la letra, de los dogmas y de las formas de la historia, nada decisivo habrá cambiado en la teología o en la Iglesia. Nos limitaremos a poner remiendos en odres viejos. A vino nuevo, odres nuevos.

Respirad y vivid en paz, pues, amigas/amigos divorciados y vueltos a casar. Comulgad en paz en la mesa de la Vida. Respiremos, vivamos, comulguemos en paz. Y estad seguros de que Jesús está con vosotros, con nosotros, no como anfitrión más o menos indulgente, sino como buen amigo de camino, como alegre compañero de mesa.