MONS. GONZALO LOPEZ M.

MONS. GONZALO LOPEZ M.

sábado, 19 de octubre de 2013

EVANGELIO - Dios no tiene que hacer justicia humana. Para Él todo está en el más absoluto equilibrio siempre. Nuestra justicia es solo aparente y ficticia.

(Ex 17,8-13) "Mientras Moisés tenía en alto la mano, vencía Israel..."
(2 Tim 3,14-4,2) “Proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende...”
(Lc 18,1-8) ¿No hará Dios justicia a sus elegidos? Les hará justicia sin tardar
 
Comentar las lecturas de Hoy es complicado porque partiendo de ellas, tenemos que concluir literalmente lo contrario de lo que dicen. La 1ª: el mito de la elección. El Dios de Jesús no puede estar en contra de nadie. Amalec es para Dios tan querido como el pueblo israelita, aunque los judíos sigan pensando otra cosa. La 2ª: El mito de la inspiración. No toda la Escritura es útil para enseñar. Recordad las palabras de Jesús: habéis oído que se dijo… pero yo os digo… La 3ª: el mito de la justicia de Dios. Ni ahora ni después, ni al que se lo pida con insistencia ni al que no se lo pida, va a hacer justicia humana de ninguna manera.
 
La Escritura es fruto de una experiencia religiosa, pero está expresada en conceptos que corresponden a una visión mítica del mundo. Al entenderla y juzgarla desde nuestra mentalidad, que ya no es mítica, distorsionamos el mensaje. Debemos tener la valentía de separar el mensaje del envoltorio en que ha sido transmitido. Nuestra teología ha sido un intento de convertir el mito en logos. La racionalización del mito nos impide descubrir su valor y nos lleva a una falsificación de la verdad que en él se contiene. A este proceso que ha durado veinte siglos, le podíamos llamar mitologización. Por eso desde Bultmann se habla de desmitologizar, no desmitifcar, porque el mito no se puede desmitificar, pero sí podemos y debemos arrancar al mito su verdad que no es racionalizable, y tratar de verterla en un lenguaje que fuera comprensible para una cosmovisión que ya no es mítica.
 
La modernidad cometió el error de lanzar por la borda la increíble riqueza de la experiencia religiosa, porque confundió el embalaje mítico en que venía presentada con la verdad que quería trasmitir. Con el agua del baño hemos tirado por la ventana al niño. Pero las religiones, sobre todo la nuestra, sigue manteniendo el error de no querer prescindir del envoltorio porque después de tanto tiempo insistiendo en que había que mantener a toda costa el mito, ahora no tiene la valentía de proponer la verdad separada el mismo mito.
 
También hoy es imprescindible atender al contexto para entender el texto. A continuación del relato de los diez leprosos que hemos leído el domingo pasado, le preguntan a Jesús los fariseos sobre cuando llegará el Reino de Dios. Jesús responde con afirmaciones sobre el Reino de Dios y sobre la última venida del Hijo del hombre. Con la perspectiva de ese pequeño apocalipsis, el relato de hoy cobra su verdadero sentido. No se trata de la oración en general, sino de la manifestación de una esperanza en la acción definitiva de Dios al final de los tiempos. No trata de prevenir cualquier desánimo, sino del peligro de caer en el desaliento porque la parusía se retrasaba demasiado. Recordemos que la expectativa de un final inmediato, era el ambiente en que se vivió el primer cristianismo.
 
La parábola del juez y la viuda no tiene aplicación posible desde nuestra religiosidad actual. No se trata solo de no confundir al juez injusto con Dios. Es que ni siquiera podemos esperar que haga justicia. Hoy sabemos que Dios no puede tener ahora una postura y otra para dentro de una hora o para el final de los tiempos. Dios es siempre el mismo y no puede cambiar para amoldarse a una petición. No tenemos que esperar al final del tiempo para descubrir la bondad de Dios sino de descubrir a Dios presente, incluso en todas las calamidades, injusticias y sufrimientos que los hombres nos causamos unos a otros.
 
El tema es de máxima importancia, porque la oración, en cualquiera de sus formas, es una de las manifestaciones religiosas que más nos dice sobre nuestra manera de entender a Dios y al hombre. En concreto, lo que esperamos de la oración de petición nos puede servir de test para comprender el estadio en que se encuentra nuestra religiosidad. Agustín con su genialidad nos ha metido por un callejón sin salida cuando afirmó que la oración no era eficaz, quia malum, quia mala, quia male. Que quiere decir: porque soy malo, porque pido cosas malas, porque las pido de mala manera. Este razonamiento es insostenible, porque, constatado que Dios no responde, nos las arreglamos para dejar a salvo a Dios, pues la culpa la tenemos siempre nosotros.
 
De manera menos lapidaria yo me atrevo a decir: Si rezamos, esperando que Dios cambie la realidad: malo. Si esperamos que cambien los demás, malo, malo. Si pedimos, esperando que el mismo Dios cambie: malo, malo, malo. Y si terminamos creyendo que Dios me ha hecho caso y me ha concedido lo que le pedía: rematadamente malo. Cualquier argucia es buena, con tal de no vernos obligados a hacer lo único que es posible y además, está en nuestras manos: cambiar nosotros.
 
No es tarea de Dios impartir justicia humana, y la justicia divina se está realizando en todo momento. Para Él todo está en orden en cada instante. No tiene que reparar ningún desequilibrio porque para Dios el injusto se daña a sí mismo en la misma medida que hace daño al otro. Pero, además, el que es objeto de injusticia no será afectado en su verdadero ser si él no se deja arrastrar por la misma injusticia. La justicia humana se impone por el poder judicial. Cuando pedimos a Dios que imponga “justicia” le estamos pidiendo que actúe como los poderosos. Dios no puede actuar contra nadie por muchas fechorías que haya hecho. Dios está siempre con los oprimidos, pero nunca para concederles la revancha contra los opresores. Esta es la clave para entender el Dios de Jesús.
 
En la Biblia “hacer justicia” es liberar al oprimido. Ésta era la acción más propia de Dios. El pueblo de Israel interpretó los acontecimientos favorables como acción de Dios a su favor. Pero cuando las cosas le iban mal tenían que concluir que se debía a que no habían sido fieles a la Alianza. La verdad es que ante las mayores injusticias de entonces y de ahora, Dios se calla. Es muy difícil armonizar este silencio de Dios con la insistencia en la eficacia de la oración. Dios no puede hacer justicia, tal como la entendemos los humanos. Algo tiene que cambiar en este discurso para no seguir haciendo el ridículo.
 
No se trata de la oración en general, sino de una oración muy concreta: la petición a Dios de justicia para los oprimidos. No tenemos que esperar en la acción puntual de Dios, sino descubrir su presencia en todo acontecer y en toda situación. Es mucho más importante saber aguantar la injusticia que alcanzar nuestra justicia. Es mucho más importante ser siempre “justos” que conseguir justicia de otros. La justicia de Dios es una actitud que permite descubrir todo lo que puedo esperar en el momento actual, sin que Dios tenga que hacer nada, mucho menos teniendo que echar mano de su poder.
 
La oración no la hago para que la oiga Dios, sino para escucharla yo mismo y darme la ocasión de profundizar en el conocimiento de mí ser profundo. Todo ello me llevará a dar sentido al sinsentido aparente. El silencio de Dios me obliga a profundizar en la realidad que me desborda y a buscar la verdadera salida, no la salida fácil de una solución externa del problema, sino la búsqueda del verdadero sentido de mi vida en esa circunstancia. Mi justicia la tengo que hacer yo en mí. La injusticia del otro no me debe hacer injusto a mí.
 
El final del relato es desconcertante: “Pero cuando venga el Hijo de hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra? Parece que no viene a cuento, porque hace referencia al final del capítulo anterior, donde hablaba de la última venida del Hijo del hombre. Este capítulo 18 empezaba diciendo que la parábola tenía como objetivo enseñar a los discípulos, como tenían que orar sin desanimarse. Una vez más está en juego la fe-confianza. Una vez más, la oración y la fe-confianza se muestran inseparables. La duda de Jesús no la pone en Dios, sino en los hombres. Dios no puede fallar, pero nosotros fallamos en las expectativas que ponemos en Él. Una vez más se advierte el trasfondo de las dificultades de comprensión de la realidad por la que está atravesando la comunidad cuando se escribe el evangelio.