MONS. GONZALO LOPEZ M.

MONS. GONZALO LOPEZ M.

domingo, 27 de octubre de 2013

El pecado supremo, creerse sin pecado.

¿Cómo superarás los fallos si no los reconoces? Si te crees perfecto, terminarás despreciando a los demás que no lo son.
 
Hoy el contexto literario no tiene importancia. En cambio es vital el contexto social y religioso en que se desarrolla la parábola. Fariseo, para nosotros tiene, de entrada, una connotación muy negativa; sería una persona falsa, artificial e hipócrita, que lo único que busca es que los demás lo tengan por bueno, sin importarle nada serlo o no. Con esta idea es imposible entender el evangelio de hoy. No, el fariseo del tiempo de Jesús era un hombre piadoso y muy religioso. En realidad era el grupo más religioso y más fiel a la Ley. Hacía mucho más de lo que la Ley exigía, precisamente para garantizar su cumplimiento. Solo si tenemos en cuenta esto, podemos descubrir el profundo alcance de la parábola.
 
Publicano era en tiempo de Jesús, un judío que se dedicaba a cobrar los impuestos que la potencia ocupante exigía. Parece que la palabra telwnhs (telonés) hacía referencia a los que tenían su puesto en las entradas de las ciudades o en las fronteras para cobrar las tasas establecidas. No era un “moscamuerta” como parece indicar el evangelio. Eran considerados pecadores públicos por dos razones. Primero, porque colaboraban con el imperio romano, y ningún judío podía reconocer otra autoridad que no fuera la de Dios. Segundo, porque se veían obligadas a cobrar más de lo establecido porque no tenían otra retribución.
 
La introducción a la parábola es esclarecedora: “…por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de si mismos y despreciaban a los demás”. Habría muchos fariseos que, siendo cumplidores de la Ley, ni se creían seguros ni despreciaban a los demás. Y habría publicanos que ni se sentían pecadores ni pedían perdón por sus culpas. La elección del un fariseo y un publicano, sin matizaciones, no es inocente. Como en el caso del buen samaritano, tiene la intención de herir donde más les dueles a los fariseos. Seguramente este matiz se debe a la comunidad cristiana una vez toros los lazos con el judaísmo oficial.
 
La parábola no necesita explicación alguna. Se entiende perfectamente. El mensaje es revolucionario donde los haya. Trastoca toda la religiosidad de cualquier época. El bueno, el santo es rechazado por Dios. El pecador es aceptado. Esto será siempre un escándalo para los piadosos. Ningún cristiano de hoy sería capaz de presentar una hoja de servicios como la del fariseo del evangelio. Y sin embargo, no le sirve de nada. Ni siquiera en teoría hemos aceptado esta enseñanza. Un “buen” fariseo cumplidor sigue siendo el modelo.
 
Naturalmente, el fariseo no es rechazado por cumplir la Ley, sino a pesar de cumplirla escrupulosamente. Es rechazado por su actitud más profunda que se manifiesta en tres puntos: 1.- Se cree bueno. 2.- Desprecia a los demás porque no lo son. 3.- Pasa factura a Dios. Tampoco el publicano es aceptado por obrar mal, sino por su actitud ante Dios: 1.- Reconoce su pecado. 2.- Pide perdón. 3.- Descubre la necesidad de un Dios que tenga compasión. 4.- Confía en ese Dios. El mensaje es claro. Todas las buenas obras del mundo no sirven de nada si me llevan a una actitud de soberbia o simplemente me hace sentirme mejor que los demás. Esta segunda actitud nos afecta a todos.
 
Lo verdaderamente importante es descubrir lo que cada uno de nosotros tenemos de fariseo y de publicano. Las dos figuras conviven siempre. De entrada, no hay nadie absolutamente bueno ni absolutamente malo. Pero la mayoría no descubrimos lo que tenemos de malo y nos creemos por encima de los demás. En cambio el que descubre lo malo en sí mismo, está en mejores condiciones para adoptar la postura del publicano que le llevó a ser aceptado por Dios. Lo más importante no es que consigamos ser perfectos cumplidores sino una actitud de humildad ante Dios y ante los demás. Esto no es nada fácil.
 
Como individuos estamos todos los días repitiendo la oración del fariseo explícita o implícitamente. Nos creemos con derecho a señalar con el dedo a los demás. Lo más mezquino de esta actitud es precisa­mente que involucra al mismo Dios en ella, "Te doy gracias...” En realidad, lo que queremos decir es que es el mismo Dios el que tiene que estar agradecido. No es en primera instancia orgullo ni hipocresía, sino falta absoluta de fe-confianza en Dios. No necesitamos confiar en Dios porque nuestras obras merecen más de lo que Dios nos puede dar. En el fondo, somos ateos porque no necesitamos a Dios para nada.
 
Como grupo, nunca ha habido tantas sectas en la Iglesia. La tendencia al capillismo de todo pelaje no es más que consecuencia de nuestro fariseísmo. Creemos que nuestra visión del cristianismo es la única auténtica y rechazamos a todo el que no la acepta. Podemos despreciar a los demás porque son demasiado conservadores y siguen viviendo la religión como en la Edad Media. Pero también rechazamos a otros grupos porque se ha embarcado en experimentos novedosos que considero contrarios a la norma. De la misma manera que el fariseo rechaza a Dios cuando desprecia al publicano, un publicano rechaza al Dios de Jesús cuando desprecia al fariseo. Los dos peligros nos acechan constantemente.
 
Como iglesia, nos sentimos en posesión de la verdad, y despreciamos a los que no piensan o no actúan como nosotros. Hemos sido a través de la histeria los más intransi­gentes, los más acusadores, los más fanáticos, los más inquisidores, los más fariseos. Nos hemos sentido con derecho a juzgar a todo el mundo y a condenar a todo el que no es de los nuestros. Ninguna otra religión se sintió nunca más segura de sí misma, y ninguna ha despreciado más a las demás. Llegamos a decir (y muchos aún lo mantienen): “fuera de la Iglesia no hay salvación”. Ninguna otra frase puede resumir mejor nuestro talante.
 
Estamos en una situación muy parecida a la que dio origen al fariseísmo allá por el sigo III y II antes de Cristo. El profetismo terminó con un fracaso estrepitoso y había que buscar otra manera de dar confianza a la gente. La utopía fue imposible, hay que volver a la ley. La garantía de la salvación está en el cumplimiento escrupuloso de la Ley. La década de los sesenta y setenta fue una época de profetismo. Gandi, Lutero King, Oscar Romeo, Ellacuría, la teología de la liberación, Juan XXIII, el concilio Vaticano II. Todas las expectativas se estrellaron contra la cruda realidad. El ser humano ha perdido la esperanza en la posibilidad de un mundo mejor. Es el mejor caldo de cultivo del fariseísmo. Nada de aventuras; volvamos al cumplimiento estricto de la Ley. No te preocupes del otro. Sálvate a ti mismo. Lo importante es cumplir la “voluntad de Dios”. Despreciar a los demás que no cumplen esta voluntad es también la voluntad de Dios.
 
La causa de esta actitud no es más que un desconocimiento del hombre y un desconocimiento de Dios. O mejor, sacar las últimas conclusiones de un conocimiento demasiado racional de Dios y del hombre. Tenemos que descubrir y denunciar con valentía que seguimos vendiendo como evangelio lo que no es más que el ideal griego de perfección, que los padres griegos identificaron con el evangelio. Para aquellos filósofos, la perfección consistía en que la parte superior de hombre, la razón llevara las riendas de la persona. Que nada escapara al control racional. Que apetitos, pasiones, sentidos, fueran regidos y controlados por la mente. Dejarse llevar del instinto era la mejor señal de embrutecimiento. Solo los que conseguían este objetivo podían considerarse plenamente humanos.
 
El gran peligro de este planteamiento es que en la medida que uno consigue ese objetivo, se siente superior a los demás y los desprecia. Pero hay ago todavía peor: que no se alcance, a pesar de tenerlo como objetivo; entonces llega la necesidad de simulación. Hacer ver a los demás que lo has alcanzado, se convierte en el objetivo fundamental (fariseísmo de hoy). Lo que nos dice Jesús está en la antípoda de este planteamiento. El seguidor de Jesús no es el “perfecto”, sino el que necesita a un Dios que le ame sin merecerlo. “Las prostitutas, los pecadores os llevan la delantera en el Reino de Dios”. No por ser pecadores, sino por reconocerlo humildemente y no despreciar a nadie.