MONS. GONZALO LOPEZ M.

MONS. GONZALO LOPEZ M.

miércoles, 10 de octubre de 2012

“Santo Padre, ahí podrá usted leer cómo toda la campaña de calumnias contra la Iglesia y contra un servidor se organiza ....”.

Dialogo entre monseñor Romero y Juan Pablo II

“Compréndame, yo necesito tener una audiencia con el Santo Padre”…
“Comprenda usted que tendrá que esperar su turno, como todo el mundo”.
Otra puerta vaticana se le cierra en las narices.
Desde San Salvador y con el tiempo necesario para salvar los obstáculos de las burocracias eclesiásticas, Monseñor Romero había solicitado una audiencia personal con el Papa Juan Pablo II. Y viajó a Roma con la tranquilidad de que al llegar todo estaría arreglado.
Ahora, todas sus precauciones parecen desvanecidas como humo. Los curiales le dicen no saber nada de aquella solicitud. Y él va suplicando esa audiencia por despachos y oficinas.
“No puede ser -le dice a otro-, yo escribí hace tiempo y aquí tiene que estar mi carta”…
“¡El correo italiano es un desastre!”.
“Pero mi carta la mandé en mano con”…
Otra puerta cerrada. Y al día siguiente otra más. Los curiales no quieren que se entreviste con el Papa. Y el tiempo en Roma, a donde ha ido invitado por unas monjas que celebran la beatificación de su fundador, se le acaba.
No puede regresar a San Salvador sin haber visto al Papa, sin haberle contado de todo lo que está ocurriendo allá.
“Seguiré mendigando esa audiencia” -se alienta Monseñor Romero-.
Es domingo. Después de misa, el Papa baja al gran salón de capacidad superlativa donde le esperan multitudes en la tradicional audiencia general. Monseñor Romero ha madrugado para lograr ponerse en primera fila. Y cuando el Papa pasa saludando, le agarra la mano y no se la suelta.
“Santo Padre -le reclama con la autoridad de los mendigos-, soy el arzobispo de San Salvador y le suplico que me conceda una audiencia”.
El Papa asiente. Por fin lo ha conseguido: al día siguiente será.
Es la primera vez que el arzobispo de San Salvador se va a encontrar con el Papa Karol Wojtyla, que hace apenas medio año es Sumo Pontífice. Le trae, cuidadosamente seleccionados, informes de todo lo que está pasando en El Salvador para que el Papa se entere. Y como pasan tantas cosas, los informes abultan.
Monseñor Romero los trae guardados en una caja y se los muestra ansioso al Papa no más iniciar la entrevista.
“Santo Padre, ahí podrá usted leer cómo toda la campaña de calumnias contra la Iglesia y contra un servidor se organiza desde la misma casa presidencial”.
No toca un papel el Papa. Ni roza el cartapacio. Tampoco pregunta nada. Sólo se queja.
“¡Ya les he dicho que no vengan cargados con tantos papeles!. Aquí no tenemos tiempo para estar leyendo tanta cosa”.
Monseñor Romero se estremece, pero trata de encajar el golpe. Y lo encaja: debe haber un malentendido.
En un sobre aparte, le ha llevado también al Papa una foto de Octavio Ortiz, el sacerdote al que la guardia mató hace unos meses junto a cuatro jóvenes. La foto es un encuadre en primer plano de la cara de Octavio muerto. En el rostro aplastado por la tanqueta se desdibujan los rasgos indios y la sangre los emborrona aún más. Se aprecia bien un corte hecho con machete en el cuello.
“Yo lo conocía muy bien a Octavio, Santo Padre, y era un sacerdote cabal. Yo lo ordené y sabía de todos los trabajos en que andaba. El día aquel estaba dando un curso de evangelio a los muchachos del barrio”…
Le cuenta todo al detalle. Su versión de arzobispo y la versión que esparció el gobierno.
“Mire cómo le apacharon su cara, Santo Padre”.
El Papa mira fijamente la foto y no pregunta más. Mira después los empañados ojos del arzobispo Romero y mueve la mano hacia atrás, como queriéndole quitar dramatismo a la sangre relatada.
“Tan cruelmente que nos lo mataron y diciendo que era un guerrillero”… -hace memoria el arzobispo-.
¿Y acaso no lo era?” -contesta frío el Pontífice-.
Monseñor Romero guarda la foto de la que tanta compasión esperaba. Algo le tiembla la mano: debe haber un malentendido.
Sigue la audiencia. Sentados uno frente al otro, el Papa le da vueltas a una sola idea.
“Usted, señor arzobispo, debe de esforzarse por lograr una mejor relación con el gobierno de su país”.
Monseñor Romero lo escucha y su mente vuela hacia El Salvador recordando lo que el gobierno de su país le hace al pueblo de su país. La voz del Papa lo regresa a la realidad.
“Una armonía entre usted y el gobierno salvadoreño es lo más cristiano en estos momentos de crisis”.
Sigue escuchando Monseñor. Son argumentos con los que ya ha sido asaeteado en otras ocasiones por otras autoridades de la Iglesia.
“Si usted supera sus diferencias con el gobierno trabajará cristianamente por la paz”.
Tanto insiste el Papa que el arzobispo decide dejar de escuchar y pide que lo escuchen. Habla tímido, pero convencido:
“Pero, Santo Padre, Cristo en el evangelio nos dijo que él no había venido a traer la paz sino la espada”.
El Papa clava aceradamente sus ojos en los de Romero:
“¡No exagere, señor arzobispo!”.
Y se acaban los argumentos y también la audiencia.
Todo esto me lo contó Monseñor Romero casi llorando el día 11 de mayo de 1979, en Madrid, cuando regresaba apresuradamente a su país, consternado por las noticias sobre una matanza en la Catedral de San Salvador.
María López Vigil